Destino
Llegué poco
antes de que amaneciera. Dos viejos insomnes ya esperaban frente al portón. Mi
presencia inaudita los sorprendió. Dieron unos pasos disimulados para alejarse
de mis tatuajes, de mis aretes, de mi barba oscura. Comprendí su recelo y mantuve
la distancia. Cuando abrieron los dejé pasar. Se apresuraron, casi corrieron
para tirar de la lengüeta en el dispensador de turnos. Cómplices en su vejez
tomaron asiento en la misma fila de sillas plegadizas, de frente a la pizarra
electrónica.
Me senté bajo la
única ventana en la sala de espera; una abertura oscura, tan alta en la pared por la que nada ni nadie podría
introducirse. Esperé.
La pizarra de
turnos se iluminó. Los viejos la miraron al unísono. Cada uno echó un vistazo al
número que apretaba entre el dedo índice y el pulgar. Se miraron entre si con
el rabo del ojo; la duda empozada en el entrecejo. Miraron la pizarra para
corroborar lo que pensaron haber visto. Clavaron los ojos en el horizonte del
salón; perplejos.
Abandoné mi silla. Caminé hacia los
viejos y les dije:
—Me toca a mí.
Uno de ellos
cambió el peso del cuerpo de un lado al otro como si buscara erguirse en un
absurdo intento para exigir orden, de contradecir mis palabras. Los viejos, más
que nadie, saben que vivir se trata de llevarle la contraria a la vida. El
viejo recapacitó. Casi se disculpa.
Por la ventana
entró el eco de uno, dos disparos. Me llevé la mano al pecho, luego a la cabeza.
La pantalla electrónica se apagó.
Los viejos
suspiraron aliviados.
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