lunes, 9 de abril de 2012

Destino


Destino

Llegué poco antes de que amaneciera. Dos viejos insomnes ya esperaban frente al portón. Mi presencia inaudita los sorprendió. Dieron unos pasos disimulados para alejarse de mis tatuajes, de mis aretes, de mi barba oscura. Comprendí su recelo y mantuve la distancia. Cuando abrieron los dejé pasar. Se apresuraron, casi corrieron para tirar de la lengüeta en el dispensador de turnos. Cómplices en su vejez tomaron asiento en la misma fila de sillas plegadizas, de frente a la pizarra electrónica.
Me senté bajo la única ventana en la sala de espera; una abertura oscura, tan alta en la pared  por la que nada ni nadie podría introducirse. Esperé.
La pizarra de turnos se iluminó. Los viejos la miraron al unísono. Cada uno echó un vistazo al número que apretaba entre el dedo índice y el pulgar. Se miraron entre si con el rabo del ojo; la duda empozada en el entrecejo. Miraron la pizarra para corroborar lo que pensaron haber visto. Clavaron los ojos en el horizonte del salón; perplejos.
 Abandoné mi silla. Caminé hacia los viejos y les dije:
Me toca a mí.
Uno de ellos cambió el peso del cuerpo de un lado al otro como si buscara erguirse en un absurdo intento para exigir orden, de contradecir mis palabras. Los viejos, más que nadie, saben que vivir se trata de llevarle la contraria a la vida. El viejo recapacitó. Casi se disculpa.
Por la ventana entró el eco de uno, dos disparos. Me llevé la mano al pecho, luego a la cabeza. La pantalla electrónica se apagó.
Los viejos suspiraron aliviados.

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